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Las odiseas interiores de un profesional de la literatura

 Thomas Mann fue un hombre del siglo XIX obligado a vivir en el XX. Creó una imagen pragmática pese a sus fisuras y ambigüedades

 

Viernes, 6 de junio 2025

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La literatura alemana ha caminado, desde la época de Lutero, arrastrando un gran problema, el de la influencia de la densidad filosófica y teológica en las condiciones técnicas del trabajo literario, convirtiéndolo siempre en alta pedagogía y aventura formativa (‘Bildung’). Esta característica se ve incrementada en la segunda parte del siglo XIX y en la primera del XX por las trágicas experiencias históricas, que no fueron sólo derrotas militares sino hondas crisis morales de consecuencias políticas. Desde el lírico sereno y melancólico Hans Carosa (‘Una infancia’) hasta Hermann Hesse (‘Bajo la rueda’), pasando por Kafka y, por supuesto por Thomas Mann, constatamos dicha peculiaridad, aunque es preciso considerar el campo de la prosa alemana, más o menos narrativa, como un territorio con su importancia y su problemática propias.

En el país germánico, sobre todo alrededor de la última década del siglo XIX, surgió una nueva forma de expresión literaria, el expresionismo, que dio sus primeros pasos en la poesía con la antología ‘Caracteres poéticos modernos’ (1885), en la que sobresale el poeta Arno Holz. A este se sumaron Gerhart Hauptmann (‘Antes de la aurora’, 1889, y ‘Los tejedores’, 1892), los poetas Stefan George y el más importante del período Rainer María Rilke (‘Libro de las horas’, ‘Réquiem para una amiga’, ‘Elegías de Duino’, etc.).

 

En general, la experiencia novelística alemana se aleja mucho en este medio siglo de la inglesa y de la norteamericana, por un lado, y también de la francesa y la italiana. Sigue girando en torno a la ‘Bildungsroman’, la novela como meditación conceptual o itinerario en el logro de una visión del mundo, no como relato de vida ni como lírica de la pura sensibilidad. Hay algún motivo real que sirve de símbolo predilecto a estas odiseas interiores, sobre todo el paisaje, y en algunos casos, la guerra. Este planteamiento da un peso especial a la imaginación del pasado y de ahí que la novela histórica parece haber conservado, aquí al menos al principio, cierta vitalidad, como en ciertas obras de Ricarda Huch (‘El último verano’, ‘El caso Deruga’), aunque los nombres dominantes en la novela fueran Kafka por un lado, Thomas Mann y Hermann Hesse.

Thomas Mann ha sido durante mucho tiempo la figura de mayor autoridad literaria en Alemania, sobre todo, a raíz de su exilio en el período nazi. Considerado el principal novelista del siglo XX, desde un punto de vista diferencialmente literario se hace muy complicado emitir un juicio sobre su obra, aunque esté considerado como uno de los más grandes escritores del mencionado siglo y sea un claro espejo de la turbulenta sociedad de su época. El autor nacido en Lübeck creció en Munich, ciudad en la que colaboró con revistas como ‘Simplicissimus’ y en la que comenzó a escribir cuentos y ensayos hasta que se hizo un nombre con una amplia narración realista que abarcaba varias generaciones de una familia burguesa venida a menos, ‘Los Buddenbrook’ (1901). Aparentemente al menos, con esta novela pareció poner la narrativa alemana en un camino semejante a la inglesa. Cuando abandonó el realismo burgués de dicha obra, escribió relatos cortos más cercanos al naturalismo. Estos cuentos, en los que anticipó temas de obras posteriores, como el sanatorio antituberculoso de ‘La montaña mágica’, muestran una terrible tensión y caricaturizan el mundo literario y cultural.

Con Hermann Hesse y Jakob Wassermann. E. C.

Afinidad con Goethe

En cualquier caso, no se alejaba mucho de la ‘línea Buddenbrook’ su segunda novela, ‘Alteza Real’ (1909), aunque lo que le interesaba de veras era plantear en su obra la gran problemática del sentido de la vida, sobre todo el conflicto entre escritor y mundo, desde una actitud irónica de gran altura, más allá de todo humor. Aquí es donde está la más honda afinidad de Mann con Goethe, en la utilización de la propia obra para los propios intereses, no sólo humanos sino profesionales, y especialmente para perfilar la actitud a adoptar frente a la vida, aun a costa de desdeñar ciertas conveniencias internas de la producción literaria, sobre todo si ha de ser llamada arte.

Esto se vio claramente en la fabulosa y voluminosa ‘Montaña mágica’ (1924) y ha seguido siendo así hasta la ambiciosa ‘Doctor Fausto’ (1947). La primera es la catástrofe sin salida a la que van a parar las grandes ilusiones de Europa; la segunda, que abarca 400 años en su contrapunto temporal, deja transparentar al personaje medieval a través de un artista moderno dando ritmo a la visión de la historia germana con clave en la ruina nazi. Ambas recogen dos de los principales temas, en ocasiones obsesiones, del autor alemán, las clases medias burguesas y la psicología del artista.

 
 

También es interesante la tetralogía ‘José’ para ver su capacidad metamorfoseando el tema bíblico con inagotables trasfondos de alcance intelectual y moral. Pero como muestra especial para considerar el problema del sentido de esta narrativa tenemos una famosa narración breve, ‘Muerte en Venecia’ (1911), en la que se reitera el grave problema de que existe una «manera alemana» de leer, próxima al intelectual y remota al poeta, en que la expresión es solo signo gris para entrar al plano donde combaten las ideas. En esta obra, ampliamente difundida gracias a la adaptación que hizo Visconti para la pantalla grande, dejaba entrever su potencial homosexualidad, combinó diversos planteamientos estéticos, morales y culturales, que amplió y llevó a su cumbre en la ya mencionada ‘Montaña mágica’, novela escrita entre 1912 y 1924, en la que se manifiestan las dos Europas que convivían estos años, la vieja, decadente y tradicionalista del XIX y la nueva, moderna y vital del XX, cuyo enfrentamiento se resolvería en la Gran Guerra.

El eco y el influjo de Schopenhauer y Nietzsche en esta obra y en general en toda su producción literaria es evidente. El primero, además de influir en filósofos contemporáneos como Wittgenstein y Horkheimer, también lo hizo en la novela europea (Anatole France, Kafka, Maupassant, Tolstoi, Zola y Mann) y el segundo, que en más de una cuestión se anticipó a Freud, influyó en las vanguardias artísticas de los años 20 (expresionismo alemán y surrealismo francés) y nadie cuestiona su ascendiente en autores como Rilke y Mann.

Ayer se cumplió el 150 aniversario del nacimiento del más universal exponente de las letras germanas del siglo XX, Premio Nobel de Literatura en 1929, y un escritor admirado y respetado que, sin embargo, tuvo una relación muy difícil con sus colegas germanos y con su país durante mucho tiempo. Es pronto para arriesgar un juicio sobre lo que sus obras tienen de estrictamente literario, en el sentido de candidatura a una perennidad y una ubicuidad en la admiración, sin depender del interés por los conceptos, en el valor de pura presencia. Ni su talento, ni su sexualidad, ni sus ideas políticas apoyando en la Gran Guerra la postura imperial y nacionalista alemana (‘Consideraciones de un apolítico’, 1918) y después, desde 1921, oponiéndose al nazismo y con posiciones más democráticas que lo llevaron al exilio en EEUU en 1933, ni incluso su condición estática y espectral definen totalmente a Thomas Mann. Tenemos que acompañarlas de la imagen pragmática que creó para mostrarse al mundo (académico de prestigio, intelectual sólido, persona firme y consistente) y también de una vida llena de fisuras, ambigüedades y presencia endeble y quebradiza; de una inestabilidad intelectual manifiesta que le hizo alejarse de la revolución intelectual de su generación, que conoció muy tarde las vanguardias y el modernismo y que no tuvo relación alguna con grandes figuras del arte y la literatura coetáneas como Joyce, Le Corbusier, Marinetti y Picasso. El propio Mann manifestaba, de forma sarcástica, que su obra era «una muestra, ya morbosa, ya medio paródica, de la gran alemanidad». Fue un hombre del siglo XIX obligado a vivir en el XX.

La magna importancia del autor alemán emana también de que fue un auténtico profesional de la literatura, escribiendo de forma incesante y sistemática y viviendo de la misma. Su obra, abundante y variada (ensayo, novela, memorias relato breve y un extenso diario), nos hace participar en un debate más que compartir una experiencia directa. Así lo reflejan las obras citadas y algunas otras como las novelas ‘Carlota en Weimar’ (1939), ‘El elegido’ (1951) y ‘El cisne negro’ (1953).; las narraciones breves ‘El camino al cementerio’ (1900), ‘Accidente ferroviario’ (1909) o ‘Tristán e Isolda’ (1923); las Memorias (‘Relato de mi vida’, 1930) y los ‘Diarios’ (1918-1955). Aproximadamente cien mil páginas en sesenta años y una calidad literaria indiscutible lo convierten en uno de los escritores más influyentes del pasado siglo, conocido por su estilo literario único y sus reflexiones sobre la sociedad y la cultura moderna, y con un legado en la literatura y cultura modernas incuestionable.

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