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Viernes, 16 de mayo 2025
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Roberto Ruiz Aguinaga (Beasain, 57) es el cocinero que más sabe de alubias en el mundo. El Mr. Bean de Tolosaldea o el Señor Alubia, como llamaba mi hija Andrea al personaje de Rowan Atkinson. Y eso no es poca cosa, Babarruna jauna.
Estoy seguro de que Roberto Ruiz es también la persona que más alubias negras ha probado en Euskadi. Me explico: En 1993, con apenas 23 años, se hizo cargo del Café Frontón de Tolosa, el local donde alternaban los paisanos y, también, la singular e ilustrada «aristocracia papelera» ligada a una de las principales industrias de la comarca. Familias muy viajadas y cultas, con cocineros de enjundia en plantilla, y gustos cosmopolitas.
Hika
Dirección Barrio Otelarre, 40 (Amasa-Villabona)
Teléfono 943652941
Web hikabodega.com
Ganarse una reputación en aquel ambiente no fue tarea sencilla. Encomendada, además, a un forastero (de Beasain, «como Arguiñano») que se ató fuerte el mandil y echó el resto hasta convertirse, 25 años después, en (casi) imprescindible y en seña de identidad de la cocina vasca. (Respetado y querido además por sus colegas de oficio, que es como la cuadratura del círculo).
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Pues bien, Roberto Ruiz se empeñó en seleccionar y resucitar para la gran cocina aquel humilde y reconfortante plato de semillas negras, las cuentas del rosario de la cocina vasca.
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En 1993, Ruiz, junto al técnico Martín Mantxo, asumió el reto de cocinar las 2.000 variaciones de alubia tolosana que crecían desperdigadas por los caseríos. Todos los jueves, durante dos años, guisó con agua, sal y tiempo, 20 tipos distintos cada mañana que luego cataban con cuchara y atención de forenses.
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Escogieron las mejores: hoy hay dos variedades (haundia y txikia) y 40.000 kilos de producción que se venden a 15 €/k en la asociación amparada por Eusko Label; este año ya son inencontrables.
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Charlamos con Roberto Ruiz en Hika, la bodega de Amasa-Villabona, donde él y su equipo, en sociedad, gestionan el restaurante. Llama la atención que, junto a cocineros como Javi González, le acompañen en la andadura camareras veteranas, con casi 30 años de oficio junto a Ruiz, como Ana Etxeberria o Mila Ugartemendia, pura sabiduría en los modos y maneras de atender a los clientes, lo que constituye, ciertamente, una manera de estar en el mundo.
Pucheros de loza roja esmaltada de San Ignacio (de Porcelanas, para los vitorianos), junto a unas vistas colosales de la comarca, acogen a los visitantes. Roberto me enseña la cocina de carbón (una Vulcano de Lacunza) donde hierven lentamente las alubias y cuece el acompañamiento de berza de la huerta, finísimo tocino de cochinos píos vascos de Maskarada, morcilla de Olano de Beasain, costilla de oveja latxa y lukainka, txistorra precolombina.
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Este cocinero de boina y chaquetilla de mahón es el responsable de la modernización y refinamiento del cocido de alubias. «Las hacemos sin remojo previo, desde frío y siempre solas. Eso fue muy novedoso. También sacamos los acompañamientos del guiso, que se cocinan aparte y se sirven de forma independiente», subraya sobre el cocido totémico de los vascos. «No estamos solos. Los Morán de Asturias, las alubias párrocas del Maher en Cintruénigo, las del Hispania, el caparrón de Anguiano que hace Francis… En Álava, con la pinta, han ido más a producción, y la alubia de Gernika está hoy en una situación delicada», resume.
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Me habla Roberto de sus orígenes, hijo de un trabajador nacido en San Martín de Valvení (Valladolid) y de su madre, navarra de Viana. «La mía fue una infancia sencilla, en la calle, de riesgo controlado, de esas que marcan tu personalidad. Como ha marcado mi carácter el ir a cazar palomas y malvices o a pescar con mi padre truchas con gusano (fue dos veces campeón de Gipuzkoa) al río Araxes, junto al manantial de Insalus. Era más barato que la cucharilla y la mosca.
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También salía al monte los domingos con la Sociedad de Montaña; conozco todos los montes de Euskadi. O a por ranas o cangrejos, que pescábamos con retel y cebo de pescado pasado. Todo lo que pescábamos y cazábamos lo cocinaba Lucio, mi padre, en la Sociedad de Caza y Pesca Aitz-Zorrotz», dice. Sonríe Ruiz al recordar a su amigo José Juan Castillo (que recopiló recetas con gato y ratas de agua) cuando refiere una cena singular.
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Había liebres, pero acabó juntándose tanta gente, que acabaron por cocinar el raposo que habían abatido en la jornada. «Al final nadie supo distinguir aquella noche si había comido liebre o zorro. O quien fue más zorro, el que cocinó o el que estaba en la cazuela», ríe.
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Roberto me cuenta que todos los Ruiz han sido buenos futbolistas y que es sobrino del mítico Primi (jugador del Glorioso que regentó el Bar Bujanda). «Cuando falleció, Di Stéfano mandó un telegrama de pésame a la familia del tío Primi, decía que fue el jugador que mejor le había marcado en su carrera.
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A mi tío Aristeo, al que llamaban ‘El Viejo’, el fútbol le salvó la vida: estuvo en el bando republicano y luego en campos de concentración. Un capitán le vio jugar y le protegió, se lo llevaba con él a sus destinos: Alicante, Algeciras, Gran Canaria…»
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Fue el modo en que veía a su padre atender y compartir en la sociedad lo que le llevó a estudiar en la Escuela de Hostelería (hoy Cebanc). «Yo era de siete, una vida de notable». Alfonso y Rufino, sus profesores, le enseñaron las habilidades del buen cocinero. «A guisar con precisión y aprovechamiento; también, la sumisión que nos transmitieron. Era un trabajo muy jerárquico, de relaciones complejas. Debías esforzarte para progresar y dejar de hacer los trabajos más duros», confía.
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Y en el año que estuvo en el Bodegón Alejandro, el local de los 21 escalones de la familia de Martín Berasategui («era como entrar en las catacumbas»), supo del valor del «sacrificio» y del mestizaje de lo popular con el refinamiento francés. Y descubrió la cocina como cultura salida de la tierra y de sus trabajadores. «Cultura viene de cultivar», resume. «Lo primero es la confianza del cliente, ese ‘pónme lo que quieras porque confío en tí’.
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Con los menús degustación fijos es ‘tú ya no eliges, yo te hago’. Defiendo la carta. Y otros horarios: con los cierres hemos acabado con lo mejor de los restaurantes que siempre fue la sobremesa».
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De sus 25 años en el Frontón de Tolosa, rescata dos momentos. El día en que Rafael García Santos le mostró el camino que transita cuando le dijo «si no va a ser usted un gran cocinero, especialícese. Las suyas son las mejores alubias que he comido en mi vida. ¡Estoy en el templo de las alubias!». Y la mañana en que le llamó una camarera, camino del Café Frontón, diciéndole que se habían oído disparos abajo.
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«Supe que habían matado a Juan Mari Jáuregui; una persona afable, amable, abierta y un gran prescriptor nuestro, siempre traía a gente a comer a nuestra casa», subraya. Una situación común ya que «la gente de fuera quería comer en el Frontón» y animaba a los gastrónomos locales de esa Tolosa, perla de cultura y diversidad, de la que Ruiz habla maravillas.
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«Por el certamen de masas corales, por los ‘txontxongilos’ (marionetas, visita ineludible a su museo), por los viajes de la Nairobitarra en una localidad abierta, por las familias noruegas, alemanas y francesas ligadas a las papeleras y a colegios como Jesuitinas, Sacramentinos o las francesas; por el concurso de saltos de esquí (!) de Berastegi, por los toros, el Carnaval…», dice mientras le da vueltas a una receta de caracoles, «una delicia con su salsa, que antes sólo comían los manchurrianos», dice desde su alma profunda de mestizo vasco.
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«Gente humilde, como los extremeños, que nunca hablaban de su tierra. Cuando fui allí por primera vez vi que tenían un tesoro». Buena gente Ruiz.
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Roberto Ruiz, marca culinaria de Hika
En un alto de Amasa, rodeado de viñas de txakoli, cocina Roberto Ruiz (con nueve socios trabajadores: no dan cenas y libran lunes y martes) que ha convertido su nombre en seña de identidad y garantía. Ofrece Menú Gastronomiko (aperitivo, 8 platos, quesos y postre) a 115 € con vinos de Hika. Tiene carta de Clásicos (de 35 proveedores locales) y recomendaciones como xixas, verdeles en escabeche suave, chipirones o rodaballo a la parrilla.
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