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Opio, morfina y cocaína en el Bilbao de hace un siglo

«Paraísos artificiales»

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 A partir de 1918 se adoptaron medidas contra la venta de drogas, desde intervenciones en tabernas de la calle Cortes hasta arrestos de traficantes

Domingo, 29 de octubre 2023

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En cierto modo, las secciones de sucesos de hace un siglo no eran tan diferentes de las actuales: aquellos vizcaínos robaban y se mataban con cierta alegría, como ha ocurrido siempre desde los orígenes de la humanidad, y de hecho eran muy proclives a esgrimir armas de fuego, mucho más presentes en la vida pública que hoy en día. Pero, a la vez, hay delitos que echamos de menos en aquellas densas páginas de crónica negra. Un ejemplo son las agresiones sexuales, que, en los raros casos en que llegaban a los diarios, se difuminaban bajo velos de pudor, a base de rodeos y sobrentendidos. Lo otro que echamos en falta son las drogas, al menos hasta 1918.

Aquel año fue decisivo en la evolución de las drogas en España, como suele explicar el historiador Juan Carlos Usó, referente en el estudio de este tema. Hasta entonces, el opio, la morfina, la heroína, el éter o la cocaína se podían conseguir sin mayor problema en boticas, droguerías e incluso tiendas de ultramarinos. «No se detectaba ningún signo de alarma relacionado con el uso de drogas en el seno de la sociedad española», ha escrito Usó. El punto de inflexión, según el experto, fue la muerte en San Sebastián del conde de Villanueva del Soto, un aristócrata de 21 años que había consumido diversas sustancias, seguramente morfina, cocaína y alcohol. A raíz de aquel hecho, se activó una campaña de opinión que, en marzo de 1918, desembocó en la primera legislación para reprimir la venta de drogas.

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A partir de ahí, empezamos a toparnos más con los estupefacientes en las páginas de sucesos y en los artículos de opinión. «Son hoy legión los que emborrachan sus penas o descontentos en vulgar peleón, fino champaña o modernísimo opio, cocaína o éter», censuraba en agosto de 1918 un articulista de ‘El Noticiero Bilbaíno’ que firmaba como Doctor Ox. Ese mismo mes, el diario informaba del reglamento de Sanidad que prohibía «el uso inmoderado del opio, morfina, cocaína y demás productos que puedan ejercer acción narcotizante» y también «la venta de opio para cigarrillos».

La Policía empezó a adoptar medidas contra el tráfico de drogas. En marzo de 1921, se denunció a la dueña de La Italiana, un establecimiento hostelero de la calle Cortes. «En la taberna se encontraron varias cajas de morfina y cocaína para determinados usos. Creemos que el gobernador, más que multar a la dueña de la taberna, debía clausurar este garito», pedía la prensa. En abril de 1922, coincidían en una misma jornada dos noticias relacionadas con los estupefacientes: por un lado, el «envenenamiento» de un joven llamado M. Bruck Filippe «a consecuencia de haber ingerido gran cantidad de cocaína en una casa particular» de Bilbao; por otro, el arresto de un francés, Charles Marie Joseph Schneider, «por dedicarse a la venta clandestina de cocaína, opio, etc.», también en la capital vizcaína. En su domicilio guardaba frascos de extracto de opio, codeína, clorhidrato de cocaína y cloruro mórfico. Y, en marzo de 1923, se multó con 500 pesetas a un fogonero naval que llevaba «una lata con siete kilogramos de opio» y el inspector de Sanidad anunció «una campaña enérgica» contra la venta de «cocaína, morfina, ampollas anticoncepcionales y demás substancias tóxicas».

La muchacha del camafeo

A todas estas noticias se sumó un oscuro suceso que estimuló la imaginación de algunos periodistas. En abril de 1922, al salir de la estación de Olabeaga, el maquinista de un tren vio el cadáver de una mujer junto a las vías, a la altura de lo que entonces se llamaba la Gran Avenida (la actual Sabino Arana). Se trataba de una joven de 18 años llamada Rosa Arribas, nacida en la localidad soriana de Vildé y afincada en Sestao, donde su padre trabajaba en Altos Hornos. Rosa llevaba quince meses como empleada doméstica en una casa de la calle bilbaína de Espartero (hoy Juan Ajuriaguerra) y había disfrutado como de costumbre de su tarde libre de domingo: había acudido al baile de los Campos Elíseos, donde «estuvo más alegre aún que de ordinario», y al marcharse había mostrado misteriosamente a sus amigas un frasquito de cristal. «Si no reviento con esto, no reviento con nada», les dijo.

El periódico ‘El Liberal’ prestó atención diaria al caso de ‘la muchacha del camafeo’, como la bautizaron por lucir al cuello una de estas joyas. Se habló de «un suicidio por medio de la morfina o de algún otro tóxico», aunque las allegadas de la joven rechazaron de plano esta posibilidad. Se insinuó vagamente que quizá Rosa hubiese tomado alguna sustancia con fines abortivos o contraceptivos, porque tenía un novio soldado en Melilla pero también varios pretendientes muy tenaces en Bilbao. Y se sugirió, en fin, que la sobredosis (involuntaria o no) se había producido en otro escenario y alguien había trasladado el cuerpo, ya que sus ropas se mantenían sorprendentemente secas tras toda una noche de lluvia.

«¿Será indiscreto decir que en Bilbao ha empezado a prender ya el vicio de la morfina? La morfina, la cocaína y otras drogas que traen a orillas de la ría, como a orillas del Sena, los ‘paraísos artificiales’ que ahuyentan el dolor», desvelaba el periodista. Tras tanta elucubración, el análisis de vísceras halló «mercurio en cantidad relativamente elevada» y se concluyó que Rosa se había suicidado, pero ‘El Liberal’ no aceptó este cierre del caso: «Nos cuesta creerlo. Una joven alegre, sin penas, sonriéndole la vida, ¿por qué ha de envenenarse?».

Un recado

En 1923, la Policía arrestó a un joven que enviaba a una sirvienta con recetas falsas de cloruro mórfico. «¿Para qué? No es difícil suponerlo, ya que desgraciadamente tanto morfinómano se registra en la actualidad», concluía la prensa.

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