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Ray Loriga, retrato de un escritor en el exilio voluntario: “En esta vida te arrepientes más de los golpes que das que de los que te han dado”
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“Publicar un libro y verlo en una librería me parecía de locos. No esperaba estar traducido a 20 lenguas”, dice Loriga.Gianfranco Tripodo
El autor publica nueva novela, ‘TIM’, y rememora desde Trujillo algunas de las vivencias que han marcado su camino y su literatura
Las circunstancias y el azar han querido que Ray Loriga (Madrid, 58 años) publique su nueva novela —TIM (Alfaguara)— al mismo tiempo en que ultima su mudanza de Madrid a Trujillo.
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Hemos quedado en viajar juntos en el autobús de las doce de la mañana que sale de la estación Sur. Una hora antes hablamos por teléfono y me advierte de que si no tengo cazamariposas, esté tranquilo, porque él tiene dos, y de que disponemos, exactamente, de tres horas y media más media hora de parada en Navalmoral de la Mata para reírnos.
El humor es un rasgo determinante en su personalidad y su capacidad de autoparodia resulta tan entrañable como admirable. “Antes de venir a vivir al campo”, dice en el andén, “lo máximo a lo que llegaba era a diferenciar árbol de flor, y si los árboles tenían flores ya el lío era enorme.
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La primera vez que vi una vaca fue en una excursión del colegio a una central lechera, por lo que yo pensaba que las vacas estaban sujetas a máquinas, pero ahora las veo por todas partes, tan contentas, ya verás”. Diez horas después, cuando al caer la tarde estemos paseando por lo alto de Trujillo, Ray me mostrará el busto de Francisco de Orellana, que lleva, como él, un parche en el ojo, y añadirá con media sonrisa: “Trujillo, un sitio para tuertos…, pero para tuertos ilustres, eh”.
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Y aún más tarde, cuando encendamos el fuego, volveremos a hablar de ese parche que al veinteañero de larga melena de la legendaria portada de la novela Héroes le da hoy un aire de pirata.
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El 5 de octubre del 2019 junto a Ray Loriga, Luisa Castro y Marcos Giralt Torrente participé en una mesa redonda en el Instituto Cervantes de Burdeos. En la posterior cena a Ray le empezó a doler la cabeza y, extrañamente ajeno a las bromas, una incipiente seriedad se apoderó de su rostro: “Si quieres tratar todos los desastres igual me iría un poco más lejos, a la pérdida de las últimas colonias en el 98… [ríe], no, a ver, era una tarde preciosa, pero ya en la charla me estaba sintiendo raro, cuando íbamos a tomar algo, cosa rara en mí, quise volver al hotel.
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En la habitación no paraba de repetirme: no me encuentro, no me encuentro. No era cansancio, no era estrés, no era que estuviera incubando una gripe, notaba en la cabeza un dolor diferente… y en Madrid fue a peor, empecé a caerme y a sufrir vómitos de agua por la hidrocefalia. Una de las caídas sucedió mientras iba al neurólogo.
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Me llevaron a urgencias y al hacerme un tac descubrieron un tumor en el cerebro (que puede que llevara 30 años creciendo, de origen genético y desarrollo lento), era tarde para radiarlo y hacer tratamientos de reducción de tamaño y amenazaba a todo el tronco del cerebro, punto clave, donde se apaga la máquina, por lo que había que empezar el preoperatorio.
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Me advirtieron de que podría perder equilibrio, habla, visión… lo asumí, no tenía otra. Salió bien porque los daños colaterales no me impiden trabajar: en el ojo se dañó la córnea, por lo que veo doble, y con los dos veo triple, así que la única manera es ponerme un parche. Tengo el ojo seco crónico, y hay peligro de que se pierda la córnea, que me da un poco igual pero me hace gracia tener mi ojo… la recuperación fue larga, aprendí a andar y a hablar de nuevo, y a día de hoy no hay medicación, no hay esclavitud, tan solo una resonancia al año”.
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Qué impronta ha dejado la enfermedad en su literatura es una pregunta inevitable. “Aunque yo no hago autoficción, todo lo que nos pasa nos influye a la hora de escribir, pero de lo que estoy seguro es de que no he ganado lucidez por haber pasado por este proceso, no he visto una luz ni he adquirido una especial sabiduría, es un accidente en el camino”.
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La prosa de Ray Loriga siempre ha tenido el sentido de la oralidad, como si un amigo te contara todo lo que no le llegó a pasar como deseaba el verano pasado. “Cuando te falla un camarada”, dice el narrador de TIM, “el mundo entero se derrumba, si ese compañero de armas es además tu reflejo, ¿cómo no precipitarse al vacío…?”.
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Al respecto, Loriga opina que la vida se llena de amigos hasta hacerse soportable. “Y cuando tu pareja es tu amiga es todavía mejor. No sé si la vida tiene algún sentido, pero gracias a la amistad tiene un pase. Ahora bien, si te traicionas a ti mismo, los reflejos no te obedecen”.
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La literatura española de los últimos 40 años no sería lo mismo sin Ray Loriga, autor de novelas que marcaron a generaciones de lectores que leyeron en los noventa al ritmo de historias trepidantes y en aquel entonces insólitas y renovadoras como Héroes, Caídos del cielo y Lo peor de todo, en las que la música envolvía a los personajes y que lo convirtieron en un icono de la literatura, a lo que contribuyó su atractivo físico y un aura que mezclaba la vulnerabilidad de James Dean con la cazadora de cuero de Lou Reed.
En el nuevo milenio siguió con títulos como Trífero, El hombre que inventó Manhattan o Rendición. La suya es una obra de destellos poéticos, resbaladiza, imbuida unas veces de impaciencia romántica, otras de desinhibida sensualidad. Una trayectoria inscrita en la cultura popular. The New York Times lo describió como una estrella del rock de las letras europeas.
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Que la literatura ha hecho vivir a Ray Loriga situaciones inesperadas es un oxímoron: “A ver, cosas extraordinarias me han pasado muchas, un día estaba paseando por Nueva York y de repente se cayeron las dos torres casi delante de mí, pero si te refieres a mi carrera, la mayoría está muy por encima de lo que había imaginado. Mis esperanzas eran más humildes: publicar un libro y verlo en una librería me parecía de locos.
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No esperaba estar traducido a 20 lenguas. Además, vivíamos en otro mundo. Mi padre era ilustrador y mi madre era actriz, pero apenas habían viajado cuatro veces, para casarse fueron a Gibraltar y la luna de miel la pasaron en Ceuta, y luego una vez fueron a Portofino y otra a París. Así que yo no pensaba que iría con mis libros a México, Perú, Costa Rica…”.
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El autobús reduce la velocidad y paramos en Navalmoral de la Mata. “Empecé a soñar con ser escritor con las primeras lecturas devoradas con la seriedad de un niño incauto e inocente. La más crucial fue el Lazarillo de Tormes, la historia de un chaval al que le pasan cosas escritas con un lenguaje cercano. No era Guerra y paz, porque ¿eso cómo lo escribo yo? Si no conozco ni la guerra ni la paz ni me he enfrentado a las tropas napoleónicas. Si me fijaba en Tolstói, no podía ser escritor, en cambio en el Lazarillo descubrí un material sencillo y una novela bien contada”.
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Más partidario de vivencias que de anécdotas, algo que le marcó de la infancia fue la crueldad revelada en ese sistema social llamado aula.
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“En mi clase ya estaban representados todos los males del mundo: la humillación, el abuso, la vergüenza, el que pisa al otro, la competencia desleal y deshonesta, el machismo, chicas peleándose entre ellas…, y cómo te acostumbras a sobrevivir en esa jungla. De niño uno siempre se tiene por valiente, y recordarás las veces que no defendiste a otro para que no cambiaran de bobo y te pegaran a ti.
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Eras objeto de burla y de golpes hasta que empezaban con otro; en ese momento no levantas la voz, te arrinconas, y esa cobardía se desarrolla toda la vida. Por inacción se cometen errores que solo están justificados en tu propia salvación. Y yo que pensaba que había venido a jugar…”.
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A los 16 años Ray Loriga dio un vuelco a su vida. Dejó la casa de sus padres y entró de dependiente en Adolfo Domínguez, donde estuvo cinco años. Alquiló una buhardilla en la calle de Eguilaz y en las horas libres pudo jugar a emular a sus héroes americanos tecleando una Olivetti con una botella de whisky como única compañía por aquello de maquillar la leyenda y la estética beat.
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“El viento que ayer inflaba las velas hoy talla la silueta de una derrota”, dice el narrador de TIM. “Este tipo se detesta por haberse ilusionado, porque el pecado está en cada anhelo. Yo no sé si he vivido de más, sé que viví a la carrera, empecé a trabajar muy pronto, empecé a publicar muy pronto y con el mito adolescente de vive deprisa, muere joven y deja un bonito cadáver. Luego te das cuenta de que eso es una memez y vas siguiendo como puedes, incluso cuando ya no puedes dejar ningún bonito cadáver”.
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Como a cierta edad el pasado suele ser más imprevisible que el futuro, pregunto si en ese pasado existen hoy más sorpresas o arrepentimientos: “El pasado sorprende, en qué momento dije aquello o me porté así… Pero en esta vida te arrepientes más de los golpes que das que de los que te han dado, con los que te dan, resistes; pero los que tú has dado se te clavan para siempre”. ¿Es más fácil perdonar al otro que perdonarse a uno mismo? “Lo que realmente te puede hacer daño sale de ti.
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Se vive con los errores cometidos intentando no repetirlos. Perdonarse es olvidar y, a veces, no te puedes dar la absolución”.
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Está cerca de los 60 y dice que no se imagina con 110: “Tengo la sensación de haber vivido una vida con muchas situaciones. Seis años en Nueva York, una cápsula distinta, ahora estoy en una etapa maravillosa con Fátima.
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La infancia con los hijos no es igual de lo que está siendo la juventud. Pero en todas las épocas era el mismo grumete en un barco que atracaba en distintos puertos. Héroes acababa con esta frase: ‘Me siento como un negocio que va cambiando de dueño’. Esa sensación sí que la he tenido, quizás el negocio es el mismo en cuanto al habitáculo, que es la vida, pero el dueño ha ido transformándose, como si me hubiera traspasado a mí mismo el negocio en varias ocasiones y cada vez pagando menos por ello, porque antes se ganaba más y las cosas no eran tan caras”.
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Trujillo es un lugar imprescindible en la memoria sentimental de Ray Loriga (aquí rodó escenas de su película Teresa, el cuerpo de Cristo) y de su pareja, la pintora, ilustradora y sombrerera Fátima de Burnay, cuyo padre, el arquitecto Dionisio Hernández Gil, figura central en la conservación de monumentos, participó aquí en la restauración de las iglesias de Santa María la Mayor y la de San Martín. Los vínculos emocionales, la cercanía con su adorado Portugal y la dulce tentación de vivir en el campo han resuelto este envidiable y voluntario exilio.
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En la estación nos recoge su amigo Thomas. Una ligera lluvia pasa a limpio la pureza del aire. Son más de las cuatro de la tarde y, como estamos famélicos, lo primero que hacemos es cocinar lo más elaborado que podemos: macarrones con chorizo. “Los pájaros que me gustan son los rabilargos, viene mucho observador de aves a Trujillo. Aquí vivo al ritmo de la claridad.
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Me despierto para ver amanecer, luego todo es escribir, pasear, recibir visitas…”.
Como nunca se puede escribir el libro que realmente se quiere escribir, se escribe uno tras otro soñando con mejorar el anterior. De TIM se podría rescatar una selección de aforismos con los que estaría muy de acuerdo Cioran.
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“No puedo hablar de novela filosófica, es una novela de indagación de la condición humana, de las expectativas creadas y los fracasos consumados. Nunca he sido un escritor de trama, soy más de rumores. Me interesa la forma, la música del propio fraseo para llegar al atisbo, la fibra de la duda como material de la existencia. No estoy en contra de la literatura con causa, me encanta, por ejemplo, Leila Guerriero, pero yo intento que la forma sea más importante que la historia”.
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Al recontar lo que le interesa, Ray señala el peso de las páginas, la arquitectura, cañerías, alicatado, laqueado, iluminación, decoración: “Una vez entregado el trabajo no pienso dónde va a llegar, no me planteo más victoria que la de cada día. Escribir conlleva la frustración de no conseguir lo que nos habíamos propuesto y los libros, al final, se dejan porque ya no los puedes mejorar, solo estropearlos”.
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Salimos a pasear. El sol de la tarde dora la figura ecuestre de Pizarro en la plaza Mayor y dejamos que Ray nos guíe hacia el castillo. “Me he hecho con la zona y con la gente, el campo no era mi entorno natural y me produce una sorpresa constante, luego te enseño las gallinas en libertad, esconden los huevos por ahí, es una Pascua eterna.
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Ahora siento que Madrid me sobra, aquí el tiempo cunde más y no existe la absurda exigencia económica que trae consigo vivir en algunas ciudades. El sacrificio de vivir en Madrid es excesivo y ni podría permitírmelo ni me merecería la pena. Los que somos de allí no podemos vivir en nuestras ciudades”.
Gracias al cine, Loriga ya había estado aquí y en pueblos vecinos en los que llevó a cabo el trabajo de campo para escribir, por ejemplo, el impecable guion de El séptimo día, película de Carlos Saura sobre el caso de Puerto Hurraco.
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“Antes de empezar ese guion Rafael Azcona me dijo: ‘No te preocupes, son seres humanos, yo lo que hago cuando me encargan una película es ir a El Corte Inglés, desde el parking hasta la planta de oportunidades, ves la naturaleza humana. Luego, si la peli es de romanos les pones penachos, si es de vaqueros les pones sombreros y si es de espías les pones gabardina’. Y tenía razón, al final es naturaleza humana: carácter, envidia, ansiedad, aspiraciones, venganza… Y Azcona lo decía sin darse importancia.
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La gente más inteligente suele ser muy sencilla, tanto la que he conocido circunstancialmente como Keith Richards, David Bowie o Lou Reed, encantadores, como los que llegaron a ser amigos: Carlos Saura, Aute, el propio Azcona…, porque los pomposos no suelen ser nadie”.
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Llegamos a una calle sombreada por la que pasaba Paz Vega vestida de Santa Teresa en su segunda película. Su faceta como director de cine es otro elemento más de la fascinación que provoca Ray Loriga. Debutó como guionista en Carne trémula, de Almodóvar, y posteriormente dirigió La pistola de mi hermano. “Me considero más guionista que director.
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El cine no es fácil: la mecánica de la financiación, la producción, ir a las plataformas, que el proyecto ahora parece que sí, luego que no…, es agotador. Escribir un guion es otra cosa. En La pistola de mi hermano tuve la suerte de aprender de José Luis Alcaine. La hice con miedo y pasión. La segunda es más de oficio y más arriesgada. No se veía la relación entre una figura como Santa Teresa y la mía. Hoy está más reivindicada”.
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Bajamos de la alcazaba por la cuesta de la Sangre y tomamos una cerveza en el bar El Escudo. Cuando sale el tema del alcohol y la literatura, Ray recuerda a Ángel González: “Una vez le pregunté por qué bebemos tanto y me dijo que bebemos para matar a ese otro que está en nosotros y no nos deja escribir”.
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Escribir es, para Loriga, el intento permanente. Siempre la misma angustia, el mismo vértigo: “Las pequeñas euforias íntimas, cuando te emocionas con una frase que a los días resulta que no es para tanto”. Escuchando al paciente Ray de hoy uno no puede evitar mirar por el retrovisor al impaciente de la juventud: “Nada que reprochar al Ray del principio, le agradezco el entusiasmo. Nunca he sido nostálgico, me mantiene creer que mañana lo haré mejor.
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Envidio a autoras y autores de una sola nota, me hubiera encantado ser Simenon. Yo he salido del carril por pasiones literarias y por curiosidad. Lo normal es no escribir, pero si lo haces, son esenciales las pulsiones de la vida. No me interesa el escritor rata de laboratorio, que sabe mucho de ensayos pero sin contacto directo con las emociones para que los personajes funcionen. No se escribe sin leer, pero tampoco se escribe solo leyendo”.
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Regresamos a casa, encendemos el fuego y pelamos patatas. La gata Bolita se cuela en todas partes, incluida la última novela. Compartir tiempo y espacio con Ray Loriga asegura divertimento. Tan ingenioso para la literatura como para cultivar la bendita risa que pone todo en tela de juicio. Fátima y Ray tienen entre manos un libro ilustrado. Ella aporta los dibujos, Ray la historia, pero hay un problema, dice él para despertar la tímida risa de ella: “Como cada día cambia los dibujos, cada día tengo que cambiar el cuento”.
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El humor, cuento de nunca acabar. “Incluso en esta novela de apariencia nihilista el narrador se ríe de sus negras ideas y sus desgraciados pensamientos y de cuando se creyó que era importante. El humor es esencial. ¿De dónde me viene? Creo que de mi abuelo paterno, que era muy serio y muy seco y no le gustaban los niños, no nos dejaba andar por la casa y nos metía en un cuarto.
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Mis tías y abuelas le decían por qué era así y él respondía: ‘Ya me hablarán cuando tengan algo que contar’. Eso me hacía mucha gracia”. El sentido del humor también le viene de las lecturas: “P. G. Wodehouse, Woody Allen, Cervantes, Quevedo o Patricia Highsmith, que tiene un sentido del humor mortífero. ¿No has leído El diario de Edith? Es una maravilla. Patricia Highsmith es la escritora que me hubiera gustado ser”.
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Aliñamos la ensalada de tomate y damos cuenta de producto local: queso de cabra, torta del Casar, tortilla de patatas. Recordamos cómo los cineastas Bergman y Antonioni murieron el mismo día y cómo la viuda del segundo esperó dos días para anunciarlo porque no quería que su marido se quedara sin espacio en los periódicos. Recordamos Venecia, Padua, Nápoles.
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Con tanta lluvia se avecina en Trujillo una primavera florida. Un fiestón para los sentidos. El narrador de TIM opina que solo hay dos formas de abandonar dignamente una fiesta: “Odiándote a ti mismo u odiando a todos los demás”. Loriga bromea con que se ha ido de prácticamente todas las fiestas odiándose a sí mismo. “Nunca me he creído la hostia sostenido en el tiempo.
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Si en una feria del libro te han dicho maravillas, junto al champán de esa noche puede que te vengas arriba, pero a la mañana siguiente, con la resaca, siempre he pensado que se me fue la olla creyéndome algo. Eso me ha ayudado a llegar hasta aquí, en un oficio difícil, porque además es una frivolidad decir que se sobrevive mejor al fracaso, lo que ocurre es que el éxito, cuando eres joven, es complicado porque no entiendes que no dura.
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He sido un desastre con ganar dinero porque no me interesa. Si no eres consumista, en la sociedad moderna eres casi un paria. Lo único que he comprado con devoción han sido libros y, afortunadamente, aquí voy a tener espacio para ellos”.
Sobre la firma
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